sábado, 31 de enero de 2009

DON BOSCO EJEMPLO EDUCADOR



Roma, 10 de mayo de 1884
Mis queridísimos hijos en Jesucristo:
Cerca o lejos, siempre pienso en vosotros. Mi deseo es sólo uno: veros felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento, este deseo me decidieron a escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de mi lejanía de vosotros y no veras ni oíros me causa una pena que no podéis imaginar. Por eso, habría deseado escribiros estas líneas hace una semana; pero me lo impidieron las continuas ocupaciones. No obstante, y a pesar de que faltan pocos días para mi regreso, quiero anticipar mi llegada entre vosotros al menos por carta, ya que no puedo hacerla personalmente. Son las palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaras con la libertad de un padre. Me lo permitís, ¿verdad? Me prestaréis atención y pondréis en práctica lo que vaya deciros.
He afirmado que sois el único y el continuo pensamiento de mi mente. Pues bien, en una de las noches pasadas me había retirado a mi cuarto y, mientras me disponía a ir a descansar, había comenzado a recitar las oraciones que me enseñó mi buena madre. En ese momento, no sé bien si dominado por el sueño o llevado fuera de mí por una distracción, me pareció que se me presentaban delante dos antiguos jóvenes del Oratorio. Uno de estos dos se me acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo:
-Don Bosco, ¿me conoce?
-Claro que te conozco -respondí.
-¿Todavía se acuerda de mí?
-De ti y de todos los demás. Eres Valfré, y estabas en el Oratorio antes de 1870.
-Oiga -continuó Valfré-. ¿Quiere ver a los jóvenes que estábamos en aquellos tiempos en el Oratorio?
-Sí, muéstramelos -le respondí-. Esto me proporcionará mucho placer.


Y Valfré me mostró a todos los jóvenes con los mismos rostros y con la estatura y la edad de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio a la hora del recreo. Era una escena toda vida, toda movimiento, toda alegría. Quién corría, quién saltaba. quién hacía saltar. Aquí se jugaba a la rana, allí al marro y a la pelota. En un sitio estaba reunido un corro de jóvenes, que pendía de lo labios de un sacerdote, el cual contaba una historieta. En otro lugar, un clérigo que, en medio de otros jovencitos, jugaba a El burro vuela y a los oficios. Se cantaba, se reía por todas partes; y en todos los sitios, clérigos y sacerdotes y, en torno a ellos, jóvenes que alborotaban alegremente. Se veía que. entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad. Yo estaba encantado con este espectáculo y Valfré me dijo:
-Mire, la familiaridad lleva al amor y el amor produce confianza en la confesión y fuera de la confesión.
En ese instante se me acercó el otro amigo antiguo alumno, que tenía la barba toda blanca, y me dijo:
-Don Bosco, ¿quiere ahora conocer y ver a los jóvenes que están actualmente en el Oratorio?
-Sí -le respondí-, pues hace ya un mes que no los veo.
Y me los enseñó. Vi el Oratorio y a todos vosotros que estabais en el recreo. Pero ya no oía gritos y canciones, ya no veía aquel movimiento, aquella vida como en la primera escena. En los ademanes y en el rostro de muchos de vosotros se leía una tristeza, un aburrimiento, un disgusto, una desconfianza, que apenaba mi corazón. Es verdad que vi a muchos que corrían, jugaban, se movían con verdadera despreocupación, pero veía a otros muchos que estaban solos, apoyados en las columnas, dominados por pensamientos desalentadores; otros en las escaleras y en los corredores para no tomar parte en el recreo; otros paseaban lentamente en grupos, hablando en voz baja entre ellos, lanzando a su alrededor miradas sospechosas y malignas. Incluso entre los que jugaban había algunos tan apáticos que dejaban ver claramente que no se encontraban a gusto en las diversiones. Pocos clérigos y sacerdotes se descubrían entre los jóvenes. Varios jóvenes buscaban expresamente alejarse de los maestros y de los superiores. Los superiores no eran ya el alma de los recreos.

Entonces pregunté a mi amigo de la barba blanca:
-¿Te parecen mejores los jóvenes de ahora o los de otro tiempo? -El número de jóvenes buenos es también en el presente muy grande en el Oratorio -me respondió.
-Pues, ¿por qué hay tanta diferencia entre los jóvenes de otro tiempo y los jóvenes de ahora?
-La causa de tanta diferencia es que cierto número de jóvenes no tienen confianza con los superiores. Antiguamente todos los corazones estaban abiertos a los superiores, a quienes los jóvenes amaban y obedecían con prontitud. ¿Se acuerda de aquellos hermosos años en que usted, don Bosco, podía entretenerse continuamente con nosotros? Era un jolgorio de paraíso, y nosotros no teníamos secretos con usted. Pero ahora los superiores son considerados como superiores, y no como padres, hermanos y amigos; como consecuencia, son temidos y no amados. Por tanto, si se quiere formar un solo corazón y una sola alma por amor de Jesús, es necesario romper la barrera fatal de la desconfianza, a la que debe sustituir la confianza cordial. Por consiguiente, que la obediencia guíe al alumno como la madre guía a su hijito. Entonces reinarán en el Oratorio la paz y la antigua alegría.
-¿Cómo hacer para romper esa barrera?
-A ti Y a los tuyos os digo: Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras miserias. No rompió la caña ya cascada ni apagó la llama humeante. Este es vuestro modelo.
-¿Y a los jóvenes?
-Que reconozcan lo que los superiores, los maestros, los asistentes trabajan y estudian por su amor, pues, si no fuera por su bien, no se someterían a tantos sacrificios; que se acuerden de que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los otros, ya que en el mundo no existe la perfección, sino que sólo está en el paraíso; que cesen en sus murmuraciones, pues éstas enfrían los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en la santa gracia de Dios. Quien no está en paz con Dios, no tiene paz consigo mismo, no tiene paz con los demás.
-Por tanto, ¿me dices que, entre mis jóvenes, hay quienes no están en paz con Dios?
-Esta es la primera causa del malhumor, entre las otras que tú conoces, a las cuales debes poner remedio, y que no es necesario que te recuerde ahora. De hecho, sólo desconfía quien tiene secretos que guardar, quien teme que estos secretos lleguen a conocerse, porque sabe que le sobrevendría vergüenza y desgracia. Al mismo tiempo, si el corazón no tiene la paz de Dios, vive angustiado, inquieto, indócil ante la obediencia, se irrita por nada, le parece que todo va mal y, como no tiene amor, juzga que los superiores no le aman.
-Pero, querido mío, ¿no ves cuánta frecuencia de confesiones y comuniones hay en el Oratorio?
-Es verdad que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta radicalmente en muchos jovencitos que se confiesan es la estabilidad en los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, las mismas ocasiones, los mismos hábitos, las mismas desobediencias, las mismas negligencias en los deberes. Así se va adelante por meses y meses. Son confesiones que valen poco o nada; por ello, no traen la paz, y, si un jovencito fuese llamado en ese estado al tribunal de Dios, sería un trance muy serio.
-¿Y hay muchos de estos en el Oratorio?
-Pocos, en comparación con el gran número de jóvenes que hay en la casa. Míralos.
Y me los señalaba. Miré, y vi a aquellos jóvenes uno a uno. Pero, en estos pocos, vi cosas que amargaron profundamente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero, cuando esté de vuelta, quiero decirlas a cada uno de los interesados. Aquí diré sólo que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de proponer, pero no con las palabras, sino con los hechos, y de hacer ver que los Comallo, los Domingo Savia y los Besucco y los Saccardi viven aún entre nosotros.
Por último, pregunté a mi amigo: -¿No tienes nada más que decirme?
-Predica a todos, grandes y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella misma los ha reunido aquí para que se amasen como hermanos y para que diesen gloria a Dios y a Ella con su buena conducta. Que recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que, con su ayuda, debe caer esa barrera de desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre jóvenes y superiores y de la cual sabe aprovecharse para la ruina de algunas almas.
Mientras hablaba el amigo, yo sentía poco a poco crecer en mí un cansancio que me oprimía. Finalmente, no pudiendo resistir más, me estremecí y me desperté.
Me encontré de pie junto a la cama. Mis piernas estaban tan hinchadas y me producían tanto dolor, que no podía tenerme en pie. Era muy tarde y, por eso, me fui a la cama, resuelto a escribiros estas líneas, queridísimos hijos míos. Desearía contaras también muchas otras cosas importantísimas que vi, pero el tiempo y la conveniencia no me lo permiten.

Concluyo. ¿Sabéis qué desea de vosotros este pobre viejo, que ha consumido su vida por sus queridos jóvenes? Sólo una cosa: que, guardadas las debidas proporciones, retornen los días felices del antiguo Oratorio. Los días del amor y de la confianza cristiana entre los jóvenes y los superiores; los días del espíritu de condescendencia y de tolerancia mutua por amor de Jesús; los días de los corazones abiertos con toda sencillez y candor; los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis, dándome la esperanza y la promesa de que haréis todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. No conocéis suficientemente qué suerte supone para vosotros el haber sido acogidos en el Oratorio. Os confieso delante de Dios: Basta que un joven entre en una casa salesiana para que la Virgen Santísima lo acoja inmediatamente bajo su especial protección.