jueves, 8 de julio de 2010

Las tres culturas. Pio Moa.

Uno de los mitos, propiamente seudomito, cultivados casi obsesivamente por ciertos historiadores y políticos ha sido el de "las tres culturas" mutuamente tolerantes: la cristiana, la islámica y la judía, que habrían dado lustre y carácter a España durante la llamada Edad Media.


Según Américo Castro, las tres constituirían la médula misma de España, de modo que, al ser eliminadas la islámica y la hebrea, el país se habría empobrecido decisivamente y entrado en una dinámica de guerras civiles que le habrían distinguido negativamente de los demás europeos.

Los hechos cantan otra canción, de letra opuesta: apenas culminada la Reconquista y expulsados los judíos, España se convirtió en una de las mayores potencias mundiales y entró en su período cultural más glorioso. Castro y sus seguidores pretenden que ese esplendor se debió principalmente a los conversos, tesis de un racismo chocante y poco realista, aunque hubo bastantes conversos destacados, por lo demás plenamente integrados en la cultura española, no en la judía. En cuanto a las guerras civiles, España fue durante tres siglos, en la metrópoli y en el imperio, probablemente la nación internamente más estable y menos guerracivilista de Europa, como sabe cualquiera que haya seguido los avatares de Francia, Alemania, Italia, las islas británicas, etc. Solo mucho más tarde, ya en el siglo XIX, sufrió España tres guerras civiles, y solo una de ellas fue verdaderamente enconada. Y en el siglo XX, otra. Francia, Alemania o Italia sufrieron en ese período convulsiones revolucionarias y guerras diversas más serias. Pero el tópico del "guerracivilismo" y el "cainismo" de los españoles ha arraigado, al estilo del de las "tres culturas", debido a la ignorancia común en España sobre el resto de Europa, como he querido poner de relieve en mi libro más reciente.

No se debe, pues, a la expulsión de judíos y musulmanes ese carácter cainita que, por otra parte, tampoco ha existido más que en cualquier otra nación, y probablemente menos que en la mayoría. Es claro que las expulsiones no influyeron a favor ni en contra de los sobresalientes logros culturales, políticos y militares de España en la época.

El seudomito de las tres culturas satisface muy poco a la verdad, y sí a cierta vanidad de sentirse tolerantes y proyectar esa virtud arbitrariamente al pasado. Pero si vamos a la realidad, "en pleno siglo XX", como se decía hace poco, la convivencia entre musulmanes y judíos se ha demostrado y sigue demostrándose muy difícil en Oriente Próximo, y difícilmente cabe suponer que ocurriera algo muy diferente en la España del Cuatrocientos y en la de los siglos previos, teóricamente más intransigente. Aparte de que el mito encierra mucha menos tolerancia de la supuesta, pues, en la idea de sus inventores, las culturas realmente valiosas eran la judía y la musulmana, sin las cuales los españoles se condenarían a odiarse y matarse entre sí: la parte cristiana sería básicamente bárbara, oscurantista y destructiva. Esa concepción negativa de nuestro pasado fundamenta políticas actuales como la del fomento del islam en España, que augura conflictos sociales internos y también internacionales. Quizá piensen esos políticos que la expansión musulmana en España nos aportará más civilización y tolerancia, como indicaba el ignaro interesado Juan Luis Cebrián al tachar de "insidiosa" la Reconquista.

Y constituye un despropósito histórico equiparar como "españolas" a las culturas árabe y hebrea. La única propiamente española era la cristiano-latina. Los andalusíes se consideraban enemigos radicales de aquella España, a la que pretendían sustituir por Al Ándalus. Y los judíos, minoría sin poder político, vivían en general su propia vida, separados en lo posible de unos y de otros.

En la realidad, los islámicos invasores de España eran una minoría militar en medio de una población cristiana y romanizada, dato imposible de cambiar de la noche a la mañana. Por ello se propusieron desde muy pronto ir asfixiando la cultura cristiano-latina con medidas políticas y administrativas opresivas, que también aplicaban a los judíos. Con respecto a estos últimos, ocurría algo muy parecido en la España cristiana, la España propiamente dicha. En todos los casos hubo períodos de mayor dureza o suavidad en el trato mutuo, más raramente de colaboración, pero dentro de una mayor hostilidad y desconocimiento cultural (el episodio quizá de mayor colaboración, el de la Escuela de Traductores de Toledo, aprovechó sobre todo a la Europa ultramontana y no a la propia España). La hostilidad de fondo era más radical entre andalusíes y españoles, pues cada cultura era consciente de que el triunfo de la contraria significaría la desaparición de la propia, como había ocurrido en el Magreb.

La identidad cultural española se forjó en tiempos de Roma, y adquirió tal intensidad que pudo conquistar a los conquistadores godos y luego resistir, cosa muy excepcional, a la invasión y aculturación islámica, hasta la reconquista completa del territorio. No tiene sentido complicar ni diluir esa identidad con otras influencias que existieron, sin duda, pero nunca pasaron de marginales. Los españoles somos responsables de nuestros logros y nuestros fracasos, de nuestras buenas y malas acciones en la historia, sin necesidad de mitos extravagantes como este de las tres culturas. Que suelen enarbolar los más intolerantes y desdeñosos hacia la nuestra, precisamente.