jueves, 13 de agosto de 2009

LA ESPADA DE FUEGO


EL 13 DE AGOSTO DE 1521 Después de un sitio de tres meses, la ciudad de Tenochtitlán cae en poder de los conquistadores españoles.

La espada de fuego
13 de agosto de 1521, Tlatelolco

La sangre corre como agua y está ácida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego. Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.
Tenochtitlán

El mundo está callado y llueve
De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombre, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz… Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.