lunes, 8 de octubre de 2007

Mi querido amigo el CHE (II)


Otras muertes del Che (extraido de 'El Mundo')
Por Raúl Rivero *
Mucho antes de que Ernesto Guevara fuera tiroteado en una desvencijada escuela de Bolivia, el 9 de octubre de 1967, en Cuba, el país donde ganó su título de héroe popular y amigo de los pobres, había sufrido (y sufre) algunas muertes sucesivas. Lo mató la crueldad con que dirigió los fusilamientos en la fortaleza de La Cabaña. Lo mató la incapacidad que demostró como ministro y presidente del Banco Nacional. Lo mató la prepotencia y el autoritarismo. Y, lo mata en estos tiempos, el empeño enfermizo de convertirlo en un modelo para las nuevas generaciones.

Es cierto que en los últimos meses de la lucha contra la tiranía de Fulgencio Batista, el médico argentino que dirigía una columna rebelde en la Sierra Maestra, alcanzó el rango de leyenda junto a Fidel Castro y a un joven sastre que se llamaba Camilo Cienfuegos. Entró en la capital al frente de su tropa descamisada, pero heroica porque venía de tomar el bastión militar de la ciudad central de Santa Clara y la primera misión de Guevara en la paz fue asumir el mando de


La Cabaña y comenzar un proceso de fusilamientos.
Ahí, el hombre que desde la montaña le había escrito a su esposa peruana Hilda Gadea que estaba en la manigua «vivo y sediento de sangre», se quitó la sed. En juicios relámpagos de 10 o 15 minutos mandó al paredón a dos centenares de cubanos. La mayoría sin implicaciones en crímenes. El anecdotario de esos procedimientos, contado por adulones como repuntes de heroicidades y salidas ingeniosas del Comandante, comenzó a matarlo en secreto en la conciencia de una población que le había admirado.

De su desempeño luego como ministro de Industrias lo más relevante que se recuerda es que él mismo dijo en televisión que los refrescos que producía su Ministerio tenían «sabor a cucarachas». De su paso por el Banco Nacional, la firma desganada sobre los billetes que todavía buscan turistas y viudas, porque poco después el país —arruinado y con hambre— se convirtió en un simple receptor de «la generosa y desinteresada ayuda de la Unión Soviética». Esta es otra manera de morir un poco.

Los cubanos de los años 60, aquella generación de ilusos, tuvieron en la memoria a un Ernesto Guevara que, en su vida privada, se conducía con austeridad. Ese desinterés por los bienes materiales, en medio de una sociedad que se hacía cada día más pobre, lo diferenciaban de casi todos sus compañeros de armas que —en medio de la miseria general— se repartían lujosas residencias, yates, cotos de caza y otros privilegios en una fiesta que todavía no ha terminado.
De todas formas, si Guevara no hubiera ido a morirse lejos en defensa de sus puntos de vista, Cuba lo habría visto envejecer junto a quienes sostienen una dictadura de medio siglo. Tenía con ellos más afinidades que divergencias. A estas alturas, cuando a pesar del control de la prensa, ya se sabe casi todo acerca de sus aventuras y fracasos en la campaña en el Congo y de su derrota en Bolivia, el fulgor de santurrón de Guevara lo pueden ver nada más que unos viejos nostálgicos prisioneros del pasado. Y, cómo no, la guardia de pícaros que usa su imagen para tratar de vivir del mito de la rebeldía que los mecanismos del capitalismo le han fabricado.

Mañana mismo los niños en edad escolar en Cuba, antes de entrar al aula, tendrán que levantar el brazo y gritar: «Seremos como el Ché».
No conozco a muchos padres que quieran esa vida para sus hijos. Después de tanta agonía la gente aspira a que sus hijos puedan elegir lo que ellos quieran ser. Como no pueden negarse a esa ceremonia obligada y no hay prensa para decir lo que piensan, los cubanos se refugian en el humor amargo y duro y se preguntan si los niños que dicen querer ser como el Che, serán asmáticos.

En el exterior Guevara es una imagen. En Cuba, un hombre que vivió y actuó allí desde el poder. Una presencia que el Gobierno impone.
Vendrán más muertes.