jueves, 29 de octubre de 2009

30 octubre 1340 - Fuerzas cristianas de Castilla y Portugal derrotan a las musulmanas en la batalla del Salado.

30 octubre 1340 - Fuerzas cristianas de Castilla y Portugal derrotan a las musulmanas en la batalla del Salado.



Abul-Hassán, rey de Túnez, deseoso de tomar fiera venganza de la muerte de su hijo Abdul-Malik, acaecida en el cerco de Jerez, organiza un numeroso ejército, con el que se propone la conquista de toda la Península. Para formarlo hace un llamamiento de hombres por todo el África y envía mensajeros para que prediquen la guerra santa.

Con tanta actividad y celo se hizo esto, que en poco tiempo se logró reunir setenta mil jinetes y cuatrocientos mil infantes. Por otra parte, puso sobre el Estrecho de Gibraltar una armada compuesta de doscientas cincuenta naves y setenta galeras provistas de soldados escogidos y bien armados. El mismo Abul-Hassán, desde Ceuta, dirigía la operación de embarque del ejército, el cual empleó cinco meses en trasladarse a las costas de España.

Noticioso el rey de Castilla, don Alfonso XI, de la expedición que había organizado el feroz enemigo, mandó al almirante don Alonso Tenorio que con la flota a sus órdenes saliera a cortar el paso del Estrecho a los árabes. Cuando la flota castellana llegó al Estrecho ya Abul-Hassán había pasado con toda felicidad su ejército. Sólo los últimos bajeles árabes quedaban por arribar a las costas de España.

Alfonso XI conociendo el número escaso de las naves de Tenorio envió del Puerto de Santa María ocho galeras más que reforzaran algún tanto la flota de Castilla. Precipitado el almirante castellano por las hablillas que contra él se levantaban y picado en su amor propio, decidió acometer a la flota árabe a pesar de que para cada barco suyo había cuatro enemigos. Se combatió desesperadamente hasta que la flota castellana quedó deshecha. Presa la galera de Tenorio éste se refugió en el castillo de popa abrazado al estandarte de Castilla, donde murió como un héroe después de haberle cortado los brazos. De esta espantosa derrota cinco galeras únicamente se salvaron al amparo de los muros de Tarifa.

Conocedor Alfonso XI de este desastre, creyó oportuno mandar un poderoso refuerzo a nuestra ciudad toda vez que ésta había de ser la primera que experimentara los choques del enemigo. Comenzó a organizar esta defensa don Alonso Fernández Coronel, que entonces era gobernador de Tarifa, sustituyéndole a poco don Juan Alonso Benavides.

Entre tanto Abul-Hassán se había aliado con Yusuf el Miramamolin, séptimo rey de Granada, y unidos los dos ejércitos árabes marcharon sobre Tarifa, a cuya ciudad pusieron un estrecho cerco. Se apoderaron de todos los pasos, cortaron las aguas, la combatieron con máquinas de guerra y emplearon en el asedio todos los medios imaginables.

No por esto decayó el ánimo de los valerosos hijos de Tarifa que unidos a los soldados castellanos rechazaban uno tras otro aquellos formidables ataques que los ejércitos árabes les dirigían y que poco a poco iban desmantelando los muros.

En tal estado las cosas, el monarca castellano envió al Estrecho al mando de Fray Alonso Ortiz Calderón, doce galeras, que en unión de algunas genovesas que tomó a sueldo y algunas otras que pidió a los reyes de Portugal y Aragón, se proponían molestar al enemigo interceptándole la comunicación con África y al mismo tiempo que estuvieran cerca de Tarifa para en caso necesario prestar socorro a los sitiados. Desgraciadamente poco alivio pudieron prestar estas naves a los sitiados pues una fuerte tempestad las deshizo en presencia de Abul-Hassán que desde las playas de Tarifa contemplaba esta catástrofe que le daba más alientos para acometer a los cristianos y restaurar en la Península el poder de la media luna.

Grande fue la impresión que experimentó el esforzado monarca castellano al recibir la noticia del fin funesto que tuvo la flota cristiana, no sabiendo como hacer frente a tantos contratiempos se decidió por fin a convocar Junta de prelados y grandes del reino en su propio palacio y una vez reunidos les dijo: "Parientes y amigos míos ya veis el peligro en que está todo el reino y cada uno en particular. Desde mis primeros años, juntamente con el reino me han fatigado continuas congojas y afanes; así lo ha ordenado Dios, dame con todo eso mucha pena que nuestros pecados los hayan de pagar los inocentes, aún no teníamos bien sosegados los alborotos del reino cuando ya nos hallamos apretados con la guerra de los moros, la más pesada y de temer que España ha tenido. Mis tesoros consumidos y nuestros súbditos cansados con tantos pechos, sólo con mentarles nuevos tributos se exasperan y azoran. ¿Por ventura, será bien hacer paz con los moros? Pero no hay que fiar en gente sin fe, sin palabra y sin religión. ¿Pediremos socorros fuera de nuestros reinos? no era malo, más a los reyes nuestros vecinos se les da muy poco del peligro y necesidad en que nos ven puestos. Tendremos confianza de que Dios nos ayudará y hará merced. Temo que le tenemos mal enojado con nuestros pecados y que nos desampare. No llega mi prudencia ni consejo a saber dar corte y remedio conveniente a tan grandes dificultades. Vos, amigos míos, a solas las podréis consultar, y conforme a vuestra mucha prudencia y discreción veréis lo que se debe hacer, que para que con mayor libertad digáis vuestros pareceres, yo me quiero salir fuera. Sólo os advierto miréis que vuestra resolución no se siga algún grave peligro a esta corona real, ni a esta espada deshonra ni afrenta alguna, la fama y gloria del nombre español no se mengüe ni oscurezca".

Hubo sobre esto disparidad de pareceres, unos opinaban que debía concertarse la paz, otros que esta paz era deshonrosa y que por lo tanto para ganar honra y fama debía hacerse la guerra a los moros. Triunfó, al fin, este último parecer y se acordó pedir socorro a los reyes de Portugal y Aragón para que con soldados y barcos contribuyeran a hacer frente al enemigo común. Se envió a Roma, como embajador, para alcanzar indulgencias de su Santidad para todos los que peleasen en esta guerra, a don Juan Martínez de Leyva, y el Papa acordó conceder remisión de todos sus pecados a los que en ella pelearan tres meses. El Arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz era el legado adlátere de esta jornada.

Se reorganizó la escuadra dando el mando de la flota castellana a Fray Alonso Ortiz, prior de San Juan, del mando de la flota aragonesa se encargó don Pedro de Moncada, uniéndosele quince galeras genovesas. En tanto, Tarifa resistía con heroísmo los ataques de los ejércitos árabes, que con grandes torres de madera, picos, trabucos y otros instrumentos de guerra iban desmantelando los muros.

Por fin, salió de Sevilla el ejército compuesto de veinticinco mil infantes y catorce mil caballos, siendo mil de éstos portugueses, llegando a dar vista a Tarifa el 29 de octubre de 1340. En esta muchedumbre se veían mitras, sayales y cabezas cubiertas con ceniza en señal de penitencia.

Los reyes moros, apenas tuvieron noticia de que los nuestros se aproximaban, abandonaron el cerco de Tarifa, quemaron las máquinas de guerra y tomaron posiciones para esperar el ataque. Don Alonso envió un mensaje a los reyes moros anunciándole que se prepararan, que iba a pelear y ellos contestaron que estaban dispuestos, pues tenían pensado después de tomar a Tarifa conquistar otras y otras ciudades, pues para eso habían pasado el Estrecho. Apenas recibió esta contestación don Alfonso dio orden al Prior de San Juan, que estaba en el Estrecho con sus barcos, para que desembarcase algunos soldados que unidos a los de Tarifa saliesen a acometer por otra parte a los infieles.

Abul-Hassán mandó a su hijo Aben Omar para que con escogidas tropas ocupase el punto más estrecho del río Salado, el cual dividía ambos ejércitos. Varios caballeros castellanos con mil caballos y cuatro mil infantes pasaron el río y derrotaron a Aben Omar sin gran resistencia, incorporándose aquellos a la guarnición de nuestro pueblo.

En esto, don Alfonso XI, dando un rodeo hacia la playa, pasó el río y cargó sobre los infieles con un fuerte núcleo de soldados, generalizándose con esto el combate. Por ambas partes se peleaba valerosamente pero los moros, superiores en número, llevaban la mejor parte.