La idea de una muerte próxima se apoderaba poco a poco de los soldados cristianos; una parte de éstos cede ante el terrible empuje del enemigo, desordenándose los escuadrones, arrojando algunos las armas y disponiéndose a huir, una saeta enemiga se clava en el arzón de la silla del monarca castellano, se desesperó éste y se dispuso a entregarse a la muerte cuando el Arzobispo de Toledo lo detiene cogiendo las bridas del caballo, obligándole a no aventu-rarse de aquel modo y aconsejándole pusiera su confianza en Dios que era el que presidía aquella batalla.
Se sosegó algún tanto el rey y cobrando nuevos bríos arengó a los suyos y como si un mismo pensamiento animara a todos aquellos hombres se precipitaron sobre los moros, con tal esfuerzo y entusiasmo que los hicieron vacilar y tras esta segunda y vigorosa acometida, hirieron, mataron y destrozaron el campo enemigo, sembrándolo de cadáveres. Corre la sangre a torrentes y en estos trágicos momentos cae herido el caballo de Abul-Hassán, al mismo tiempo que nota que una gran parte de su ejército huye a la desbandada. Monta en otro caballo emprendiendo precipitada fuga hacia Algeciras, el rey de Granada se unió a él, quedando en el campo de batalla algunos caudillos inferiores que pronto fueron derrotados y deshechas sus huestes. Por otra parte, el hijo de Abul-Hassán huyó vergonzosamente perseguido de cerca por los nuestros y gracias a la ligereza de su caballo pudo salvarse.
En tan precipitada fuga se declararon los moros que no se pararon a recoger bagajes, abando-náronlo todo, hasta sus favoritas que aterrorizadas caían en poder de los cristianos. Los vencedores penetraron en la tienda de Abul-Hassán, apoderándose, entre otros muchos cautivos, de sus dos hijas, que fueron enviadas generosamente a su padre, contestando con una remesa de valiosos regalos.
Fátima, la favorita del monarca africano, fue muerta de lanzada, se apresó por nuestro ejército numerosos cautivos en ellos muchos caballeros árabes, recogiéndose además botín, como las banderas y estandartes del enemigo, éste lleno de terror marchó en precipitada huida hacia Algeciras en donde embarcó Abul-Hassán para África. El rey moro de Granada, que había sido derrotado por don Alfonso IV de Portugal, marchó hacia Marbella temiendo que las tropas cristianas le dieran alcance.
Al día siguiente entraron los reyes cristianos en Tarifa reparando sus muros y poniendo en esta ciudad una buena guarnición. Ofreció el monarca castellano al portugués parte del botín cogido en esta batalla rehusándolo éste generosamente en atención a que don Alfonso XI había tenido hasta que vender sus propias joyas para atender a los gastos, únicamente aceptó algunos jaeces y alfanjes como recuerdo.
Al Sumo Pontífice se envió un presente que consistía en cien caballos con alfanjes y adargas colgadas de los arzones, veinticuatro banderas cogidas a los moros y el caballo con que el rey de Castilla entró en batalla. Don Juan Martínez de Leyva era el encargado de llevar estos regalos.
La tienda del rey don Alfonso XI estuvo situada en el sitio llamado La Peña y el campamento árabe entre el río Salado y el Guadalmesí.
Existen distintas opiniones respecto a la fecha en que se ganó esta batalla, opinando unos que fue el 28 de octubre de 1349, pero el Arcipreste de León, Diego Gómez Salido, autor contemporáneo, afirma con datos a la vista que se ganó el 30 de octubre de 1340.
Tal es la historia de aquel memorable hecho de armas que se realizó en nuestra campiña y que, de perderse, hubiera dado lugar a la conquista por los moros de toda la Península.