jueves, 13 de noviembre de 2008

LOS AFRICANISTAS QUE CORTARON DEDOS ENEMIGOS


CUANDO EL REPORTERO LEE LAS TROPELIAS COMETIDAS POR SOLDADOS DE EEUU EN VIETNAM, LE VIENEN A LA MEMORIA HISTORIAS QUE LE CONTO SU ABUELO ACERCA DE UN GRUPO DE UNOS 30 LEGIONARIOS EN LA URSS.

Y REALIZA UNA DOLOROSA COMPROBACION

EDUARDO FONT

Rompíanse ya las filas del Tercio para correr tras los herejes, dando caza primero a los heridos y rezagados, quebrando cabezas, tajando miembros, degollando muy a mansalva y sin usar, en suma, piedad con ninguno. Que si dura resultaba la infantería española en el asalto y la defensa, crelísima era siempre en la venganza».
El sol de Breda de Arturo Pérez-Reverte.


El cáncer que tenía enquistado en su garganta no le impidió a Joaquín Font, mi abuelo -este no es su nombre auténtico, lo he cambiado por censuras familiares-, relatar el contenido de sus pesadillas. Lo hizo ya pasados los 80 años, siempre a petición mía. Desde que dejó los campos nevados de Rusia en 1943 con la División Azul, los malos recuerdos reflejaban datos inconexos, nombres de aldeas apenas recordados -Possad, Sitno, el río Volchov...-, fechas que bailaban en el calendario. Estas imágenes imprecisas del pasado se alternaban con descripciones detalladísimas de un pelotón de soldados entregados a la esquizofrenia del odio, a la matanza sin cuartel, a la tortura, historias terribles de muerte y venganza de unos fantasmas que tintaron la nieve de color sangre y violaron todas las reglas escritas y no escritas de la guerra. Él insistía: «No me hagas hablar de esto. Ya sabes que no me gusta recordar lo que pasó». Si abría las cicatrices de la memoria, esa noche no dormía.

Hace algo más de un mes, cuatro periodistas del Toledo Blade (un pequeño diario estadounidense) destaparon las tropelías de un sanguinario pelotón de la 101 División Aerotransportada en los arrozales de Vietnam. La lectura de este artículo rescató del olvido aquellas historias que contaba el abuelo: «Legionarios españoles asaltando trincheras enemigas con cuchillos entre los dientes, heridos rematados con saña, interrogatorios donde los dedos de los prisioneros eran amputados para hacerlos cantar, compañeros horrorizados, soldados devueltos a las líneas enemigas con una mano seccionada para que no pudieran volver a disparar...».

Desde que mi abuelo murió hace unos meses, me he preguntado si su relato se encuentra en un punto indeterminado entre lo vivido y lo soñado. Los protagonistas son un grupo de legionarios fanáticos, 25 o 30 hombres, curtidos en las sangrientas contiendas de Marruecos y en la Guerra Civil, que decidieron alistarse en la División Española de Voluntarios para combatir a los comunistas en Rusia durante la II Guerra Mundial. De Ceuta salieron 1.682 soldados y 63 oficiales que, por su experiencia en combate, tenían muy poco que ver con el resto de las fuerza expedicionaria -la mayoría, voluntarios falangistas-.

GRUPO DE ELITE

Este pequeño pelotón africanista, al que pertenecía mi abuelo, fue incluido en el regimiento 269 y participó en las principales operaciones de ataque y defensa de las tropas españolas en el frente ruso. Según decía, se trataba de un grupo de Elite, «extremistas que iban por libre». Al representar el conjunto más veterano y homogéneo, fue colocado en la vanguardia de los contraataques más feroces cerca del río Volchov. Por su desprecio hacia la muerte, las patillas que les cercaban el rostro, los largos cuchillos que usaban para degollar al enemigo, eran temidos por sus propios compañeros de armas, por su jefe García Rebull e incluso por los soldados alemanes, camaradas de armas en su lucha contra un enemigo común. «Llevábamos el cinturón del Tercio, no aquella hebilla alemana en la que se leía la leyenda Gott mit uns -Dios con nosotros-. En las guerreras, portábamos los escudos de la Legión. Eso les molestaba, incumplía las reglas sobre cómo llevar el uniforme de la Wehrmacht, pero nadie tenía valor para castigarnos por ello», recordaba.En su pesadilla siempre aparecía una fecha -27 de diciembre de 1941- y un lugar: «La posición intermedia», un reducto español que defendía el sector entre Lubkowo y Udarnik sumergido tras las líneas soviéticas. El coronel Esparza ordenó cubrir aquella elevación a una sección a las órdenes del álférez Rubio Moscoso.«Todos los españoles fueron asesinados de una forma brutal», contaba Joaquín Font. «30 o 40 muertos desparramados, desnudos, machacados contra la nieve». Busco aquel episodio en un libro titulado La división española de Hitler. Habla de atrocidades cometidas por los dos bandos. Los autores, Gerald Kleinfield y Lewis Tambs, comienzan por el Ejército rojo: «Cuando la patrulla española coronó la cresta, sonaron gritos de rabia y angustia.Los rusos habían hecho su tarea. Los españoles murieron clavados al suelo con picos de los que utilizaban los soviéticos para romper el hielo. Uno de los picos brillaba en el centro de la frente de un guripa».

La descripción del relato es exacta. Mi abuelo no omitió ni muertos ni nieve. Casi 60 años después, aún sentía la expresión de espanto de su amigo Ramón «con un machete metido en la boca, muy abierta, porque habían clavado su nuca a la tierra endurecida por el frío.Los cadáveres estaban rematados y congelados a casi 40 grados bajo cero».
La respuesta no se hizo esperar. «Nos llamaron, conociendo nuestra experiencia en las guerras de Africa con La Legión y lo que allí habíamos aprendido, para realizar un contraataque rápido apoyados por el resto del regimiento 269», dice una de las notas que pude tomar de su relato. Salieron de sus trincheras a vengar el asesinato de sus camaradas sonriendo de una manera feroz, con gritos de «¡Arriba España!» y «¡Viva La Legión!». Pero se les fue la mano.Mi abuelo habló de más de mil muertos rusos en aquella operación de castigo. Él mismo se sorprendió diciendo: «Al primer prisionero ruso le voy a comer las entrañas».

SIN PRISIONEROS

Cuando atravesaron el campo de batalla en sombras, se acercaron a la Vieja Capilla, sacaron los cuchillos y las bayonetas y se lanzaron a un combate cuerpo a cuerpo. Él lo recordaba así: «Nos metimos en sus trincheras y los sacamos a bayonetazos. Después corrieron sobre la nieve gritando «Vojna kaputt» [la guerra se acabó] y los abatimos a placer. Primero uno, luego otro. Sin prisioneros. Sin supervivientes. Y nosotros a lo nuestro. Muchos muertos, deformados por los culatazos, eran una mezcla de hueso y carne. En sus bolsillos llevaban los objetos que habían robado a los españoles».

Para corroborar el relato, leo en el mismo libro: «Los rusos fueron desalojados de las colinas en las que se habían atrincherado.La acción duró menos de 12 horas. Según recuento de los cadáveres, las pérdidas rusas ascendieron a 1.080 muertos. Sin prisioneros; las españolas: tres oficiales muertos y cuatro heridos». La historia encaja. Un grupo de 25 o 30 hombres dedicados a no dejar un sólo ruso con vida, sin ninguna piedad con los heridos, rematando a cuchillo, tajando miembros a todo el que se moviera. Este relato no tiene nada que ver con la División Azul. Sólo aquellos hombres fueron los responsables de este horror. «Tras la batalla, alguno se dedicó a cortar los dedos de sus víctimas y a enseñarlo a los compañeros en las trincheras españoles como si fueran un botín de guerra». Y el abuelo mostraba las palmas de sus manos igual que lo hacían sus compañeros, como si aún llevara los dedos seccionados en su interior. «Después, la mayoría de nosotros, cegados por el horror y cansados, respirabamos con dificultad, mirabamos al suelo y callabamos».

LOCURA SALVAJE

Otro de los supervivientes de aquella acción, el joven divisionario Carlos María Ydígoras -tenía 17 años-, dejó su visión del campo de batalla plasmada en su libro Algunos no hemos muerto: «Debía asustar vernos contemplar la bayoneta, acariciarla como si se tratase de una reliquia... Lo que ocurrió cuando nos abalanzamos sobre los rusos entra dentro de los ámbitos del delirio... Los que se rendían, los que aún luchaban o intentaban huir, eran abatidos igualmente de una manera salvaje».

En otro párrafo, habla horrorizado de uno de los soldados del grupo de africanistas, de cómo se ensañó con los muertos: «Arrastrando un fusil a modo de bastón, uno de ellos se acercó a un cadáver y, como presa de un repentino ataque de locura, levantó el arma.La bayoneta se quedó cimbreando sobre el vientre del muerto.Después le golpeó, le pisoteó el rostro... Se agachó y, como quien recoge una margarita, tomó otra arma rusa, llegó a otro muerto y repitió la operación. Y así hasta una docena de veces».De nuevo, similar pesadilla, el mismo relato que contaba Joaquín Font en sus últimos años de vida.

Aunque resultó el combate más sangriento, el grupo volvió a actuar con la misma furia en otras escaramuzas, sobre todo contra los partisanos. «Podíamos capturar 15 o 20 guerrilleros de una vez.Para que no volvieran a disparar, algunos compañeros míos les cortaban una mano y así se aseguraban de que no volvieran a combatir».En febrero de 1943, cuando acupaban posiciones frente a Leningrado, y disminuidos por las bajas de la compañía, se encontraron de nuevo en el contraataque español contra los asaltantes soviéticos en la sangrienta batalla de Krasni Bor. La historia, la venganza, la saña contra los soldados rusos borrachos de vodka dista poco de la anterior. Las cifras: 3.000 españoles muertos y más de 8.000 soviéticos.

Llamo a la Hermandad de la División Azul para localizar a algúno de los 30 participantes de aquella sangría -debe estar en torno a 85 años-. Me dicen que no fue una venganza, sino una acción defensiva. Y no conocen a nadie. Hablo con un superviviente de la División. Me dice que no lo saque de contexto. «Son cosas de la guerra y de ese pelotón. No tienen nada que ver con el resto de divisionarios». Es cierto, mi abuelo nunca me dijo que fuera una práctica común al resto de guripas, cuyo comportamiento fue noble en la victoria y en la derrota, con los prisioneros y los civiles, con los vivos y los muertos.

Da miedo pensar que su relato pueda ser cierto. Que él, una persona que no hizo daño a nadie durante su vida, se implicara en aquella experiencia sangrienta. En cualquier caso, si lo hizo, se llevó el secreto a la tumba.