(Imagen: Tercio de la Legión. Larache (Marruecos), 1942)
Ya sale el Sol que abre el corazón y las esperanzas. La luz termina con las alucinaciones provocadas por las tinieblas, el frío, el cansancio y la sed. Las rocas escarchadas y coronadas de musgo reflejan el dorado que viene del Este. Abajo, en la vaguada, un jabalí retorna nervioso a los arbustos, como si mi sorprendida mirada le hubiera lanzado un rayo de alarma. Se acabó mi imaginaria.
Remuevo la basa bajo la que mis camaradas habían estado las últimas dos horas, conciliando el duermevela de las peñas, con el estimulante de sobresaltos y micro-pesadillas que son los cargadores clavados en las costillas. “¡Diana! ¡Venga arriba, antes que despierte el sargento!-digo entre dientes” .
Recojo la MG y “mis lejías” hacen lo propio con el trípode y las cajas. El sargento, desayunando su primer Chesterfield, nos mira lobuno, puede que reviviendo por enésima vez la misma escena. “Sin novedad, mi sargento”. Bajamos en hilera de combate por el collado en el que habíamos estado esperando a los tártaros durante la noche…y, aunque el enemigo seguía sin presentarse, guardábamos las distancias e intervalos cubriendo los flancos, sin munición real.
En el punto de reunión de la sección, las caras de nuestros camaradas reflejan como un espejo nuestro cansancio mezclado con el ánimo del retorno. “Sin novedad, mi teniente”. Cruce de sonrisas e ironías entre veteranos “¿Hemos ganado?- Vaya horitas que se gasta el enemigo…-Vaya careto, Peláez…” que terminan con un “-¡Callad la boca!” del sargento. Nos marchamos de nuevo, esta vez en columna, hacia el punto de reunión de la compañía.
Allí esperaban las otras secciones, “a su bola”, ya sentados sobre las mochilas colocadas en hileras, por pelotón, dentro de cada sección. . . Alguno pagaba, a parte, los errores cometidos durante el ejercicio. “Sin novedad mi capitán” Apuramos, tranquilos esta vez, un café “tres pasos” en el cacillo de acero inoxidable, acompañado de un par de galletas maría. Nos quitamos el barro y el camuflaje, nos limpiamos las botas y nos afeitamos junto al aljibe. Ya llegan los últimos vehículos.
Entre canción y canción, siesta y siesta, en el camión, nos poníamos de acuerdo para gastar el dinero de las maniobras esa misma noche. Había hambre de mundo y comodidad material. Pero dentro de algunos de nosotros, en un altar que se abriría plenamente más tarde al abandonar para siempre el uniforme, se erguían estandartes desdeñosos de todo eso que ahora buscábamos con alegre despreocupación.
Sin saberlo, bajábamos cambiados como lo hacen los montañeros de una olímpica y fría cima, a la mundana calidez del llano. Sin saber que, cuando subir al templo no fuera ya posible, mostraría éste su verdadero y profundo significado y nos armaría de palabras exaltadas a falta de armas, altas cotas y amaneceres de campaña. Convertidos para siempre en secretos fieles de esta religión honrada.
Este ejército que ves
vago al yelo y al calor,
la república mejor
y más política es
del mundo, en que nadie espere
que ser preferido pueda
por la nobleza que hereda,
sino por la que el adquiere;
porque aquí a la sangre excede
el lugar que uno se hace
y sin mirar cómo nace
se mira como procede.
Aquí la necesidad
no es infamia; y si es honrado,
pobre y desnudo un soldado
tiene mejor cualidad
que el más galán y lucido;
porque aquí a lo que sospecho
no adorna el vestido el pecho
que el pecho adorna al vestido.
Y así, de modestia llenos,
a los más viejos verás
tratando de ser lo más
y de aparentar lo menos.
Aquí la más principal
hazaña es obedecer,
y el modo cómo ha de ser
es ni pedir ni rehusar.
Aquí, en fin, la cortesía,
el buen trato, la verdad,
la firmeza, la lealtad,
el valor, la bizarría,
el crédito, la opinión,
la constancia, la paciencia,
la humildad y la obediencia,
fama, honor y vida son
caudal de pobres soldados;
que en buena o mala fortuna
la milicia no es más que una
religión de hombres honrados.
Pedro Calderón de la Barca