sábado, 8 de mayo de 2010

Los Mitos de la Inmigración. Episodio 4.

- Mito 4: El rechazo a la inmigración alienta el racismo y la xenofobia


Este es el último recurso de los grupos de presión que pretenden imponernos su política inmigratoria. Si alguien no queda convencido con los clichés habituales en materia de extranjería (los inmigrantes desempeñan los trabajos que nosotros no queremos, aportan riqueza, garantizan nuestras pensiones y nos recuerdan que nosotros también fuimos emigrantes), debe guardarse para sí su opinión puesto que cualquier duda sobre las bondades de la inmigración puede alentar sentimientos de rechazo, y eso está muy feo. En definitiva, si no estás de acuerdo, te callas. Este es un chantaje moral claramente inmoral (valga la redundancia) que no podemos aceptar, y que además, parte de una premisa falsa consistente en hacernos sentir culpables de un problema del que somos ajenos, y que nos impide identificar a los auténticos culpables: los inmigrantes ilegales (que no los refugiados políticos) que han despreciado las leyes de nuestro país para promocionarse económicamente; los políticos españoles que con su dejadez y aquiescencia han fomentado la actual situación; los gobiernos de los países de origen, que consienten políticas de exclusión social y corrupción, y que posibilitan la existencia de una minoría que sustenta el poder y acapara para sí los recursos de la nación al tiempo que crea una ingente bolsa de pobreza, y por último, un sistema económico mundial que prima la riqueza de las multinacionales en detrimento de la riqueza de las naciones.


Denunciar la demencial y tiránica política inmigratoria no alienta el racismo y la xenofobia (una prueba de la machacona propaganda financiada por los círculos del poder es la ridícula unión de racismo y xenofobia; prácticamente nadie sabría decir cuál es la diferencia entre las dos palabras, y obviamente, nadie conoce a nadie que se califique de racista, pero no de xenófobo, o viceversa), sino que es un derecho soberano del pueblo español. Tengamos presente que la inmigración en cualquier caso no supone un fin en sí mismo, sino un medio para lograr un determinado fin. El sistema democrático español nos permite discutir o discrepar las decisiones políticas, y al igual que podemos alabar o criticar las medidas fiscalizadoras o educativas, nada nos impide hacer lo mismo con las relativas a inmigración. No permitamos que se nos imponga una visión monolítica que por otra parte no responde a los legítimos intereses del pueblo español. Recordemos a quien haga falta que existe una tímida ley de extranjería que ya sabemos que a pesar de su moderación apenas se cumple- aprobada por el parlamento, es decir, por la mayoría de la representación soberana del pueblo español. Defender las leyes, en especial las emanadas del parlamento, no puede convertirse en motivo de vergüenza. Exijamos por tanto que se cumpla la ley, en especial, que se destinen los fondos necesarios para la protección de nuestras fronteras y para financiar la expulsión de los extranjeros que pretenden burlar nuestra soberanía, que no es otra que la emanada de la voluntad mayoritaria del pueblo español expresada libremente en las urnas. La libertad que ampara a los defensores de abrir las fronteras es la misma que permite a los ciudadanos afirmar la necesidad de protegerlas. Aquéllos que desean regularizar a todos los ilegales tienen la posibilidad de lograrlo votando a los partidos que sustentan dicha petición, y no les debería resultar difícil puesto que cuentan con el apoyo de la banca (El BBVA estima que la economía precisa 300.000 inmigrantes al año, El País, 30 de Junio del 2000), las altas finanzas y las multinacionales, así como de los medios de comunicación, todos ellos participados en mayor o menor medida por éstas. Pero mientras no logren esa mayoría, la obligación democrática de todo español es la de hacer cumplir las leyes emanadas del parlamento. Así pues, a los que nos acusen de xenófobos respondámosles calificándolos de dictadores.


No consintamos que nos dobleguen con el falso debate de que los inmigrantes también son personas, que sufren penalidades y que en su mayoría son buenas personas. Nadie lo pone en duda, y es por ello que el pueblo español destina a través de los presupuestos generales del Estado ayudas al desarrollo de sus países de procedencia. Es ahí donde cabe encontrar la solución y los españoles hace muchos años que contribuimos a ella. Pero al igual que si llegamos un día a nuestra casa y nos encontramos una habitación ocupada por un extraño, procederemos a llamar a la policía sin importarnos si el intruso es una buena persona que pasa un mal momento y sin preocuparnos de que nadie por ello se atreva a acusarnos de excluyentes, con la misma determinación hemos de proteger nuestra casa común que es España. Resulta triste que el individualismo de la sociedad de consumo sólo nos permita ver nuestra propiedad particular y nos haga insensibles ante la propiedad colectiva. Esos seres bondadosos que abren las fronteras del país a todos los necesitados pero que les cierran las de su casa recuerdan a los del viejo chiste de aquél que se autocalificaba de comunista-conservador: comunista de lo ajeno y conservador de lo propio.


Tengamos siempre presente que si hoy los españoles gozamos de prestaciones sociales no es por casualidad, sino por el esfuerzo de todos aquellos españoles que nos precedieron y que posibilitaron mediante su trabajo, y en ocasiones dando su vida por ello, que sus descendientes tuvieran una vida más llevadera. Defender el logro de nuestros antepasados es una necesidad y una obligación. Claudicar, callar, agachar la cabeza para que no nos acusen falsamente de insolidarios es una cobardía indigna de las esperanzas de nuestros padres y abuelos. Frente a la visión totalitaria de las bondades de la inmigración, hemos de alzar nuestra voz inconformista y proclamar nuestro derecho a la discrepancia.