La situación francesa todavía empeoró para España. Comenzada en 1585 la “guerra de los tres Enriques”, el Enrique rey, presionado por Enrique de Guisa, revocó la designación de Enrique de Borbón como heredero. Oficialmente, el rey estaba con el bando católico, pero procuraba sabotearlo. El desastre de la Gran Armada en 1588 le animó a ajustar cuentas: ese 23 de diciembre atrajo a Guisa a una reunión y lo hizo asesinar, encarceló a su familia y a los portavoces de los Estados Generales, mató también al cardenal Luis de Guisa y se alió con el Borbón calvinista. El pueblo se indignó y la Sorbona desligó a los franceses de la fidelidad al rey, a quien los Estados Generales quisieron procesar por crímenes. Aún así, el golpe satisfizo al monarca, pues dejaba a la Liga sin cabeza, y con esta seguridad marchó con un ejército de políticos y hugonotes al asalto de París, hacia la cual sentía un feroz resentimiento: “París, cabeza del reino (…) necesitas una sangría para curarte, tú y toda Francia (…) Dentro de unos días ya no se verán tus casas ni tus murallas, sino tan solo el lugar donde has estado”. Pero el 1 de agosto el fraile dominico Jacques Clément le acuchilló y mató.
Este rey, fanáticamente antiespañol, había combatido a los hugonotes, incluso en la Noche de San Bartolomé, para simpatizar luego con ellos como católico político. Antes de reinar se había prometido con Isabel I, asunto que falló porque Enrique, probable homosexual, hablaba de ella sin recato como “la puta pública”, o “la vieja criatura con una pierna hinchada”. No obstante, la común aversión a España le había acercado políticamente más a la reina inglesa. También ostentó brevemente la corona de Polonia.
Muerto Enrique III, último de los Valois, comenzó la dinastía de Borbón, con Enrique IV como soberano apoyado por protestantes y políticos. No le respaldaba la mayoría del pueblo pero la desaparición de Guisa, un caudillo excepcional, le daba esperanzas de triunfar. Reunió un ejército de 26.000 alemanes, 12.000 franceses, 4.000 ingleses y 3.000 holandeses, y sitió París. El asedio, resistido heroicamente, provocó la muerte de hasta 60.000 parisinos por hambre, enfermedad y heridas.
Felipe II juzgó el peligro muy superior al de Flandes. Su intervención en Francia había sido muy inferior a la de los países protestantes, pero en 1590 ordenó a Farnesio socorrer a París. Farnesio debió abandonar una campaña muy prometedora en Holanda, lo que permitió a los rebeldes, liderados por Mauricio de Nassau --que perfeccionó notablemente el ejército holandés--, recuperar Breda y otras plazas. Pero Farnesio liberó de sus asaltantes a la capital francesa, dejando en ella una guarnición española. Más tarde liberó Rouen. Los tercios volvieron a demostrar su valía en maniobras magistrales contra las fuerzas materialmente superiores de Enrique IV, saliendo de encerronas casi desesperadas. En 1592 la excepcional carrera militar de Farnesio tocó a su fin: herido de mosquete, fallecería en diciembre.
Por fin Enrique, viendo que nunca sería monarca sin la aquiescencia de París, dio en julio del año siguiente un giro espectacular abjurando del calvinismo en la iglesia de Saint Dénis (se le atribuye la frase cínica París bien vale una misa). Los católicos, agradecidos por el fin de las agotadoras guerras civiles, le aceptaron y, en virtud de la ley sálica que prohibía reinar a mujeres, descartaron la propuesta de Felipe II de nombrar reina a Isabel Clara Eugenia, su dilecta hija, francesa por parte de madre. Tras resistencias menores y una pequeña intervención española en Provenza, el trono de Enrique IV quedó afianzado. A la guarnición española (con flamencos e italianos) de París, todavía peligrosa, se le permitió retirarse con honor, desfilando por la ciudad. Para Felipe II, el desenlace tuvo algo de victoria y de derrota. Francia permanecía católica, después de todo, pero no por ello más amistosa hacia España.
Cinco años después, por el Edicto de Nantes, el catolicismo quedó como religión del estado. Los hugonotes no consiguieron su principal objetivo, pero los artículos secretos del edicto los mantuvieron como un estado dentro del estado, con 51 plazas fuertes pagadas por el estado, es decir, por los católicos, que serían indemnizados por los destrozos sufridos a través de impuestos…que nuevamente pagarían ellos mismos. Los hugonotes habían luchado como en país extranjero, practicando matanzas, saqueos y destrucción de libros, edificios, pinturas y esculturas, un invalorable patrimonio cultural. Se autorizaba el culto protestante, además, claro está, del católico, en Francia, pero en Béarn-Navarra, prácticamente independiente, no se aplicaba el edicto y solo se permitía el calvinista (estos consideraban “un dogma diabólico” la tolerancia a los católicos).
Posteriormente se ha presentado el edicto como un modelo de “modernidad”, que reconocía la pluralidad religiosa y la condición meramente política de los súbditos. Es una interpretación bastante forzada. Parece más realista considerarlo la expresión del agotamiento del país y el oportunismo de Enrique IV. El edicto no podía garantizar una situación estable, sobre todo por admitir un doble estado de hecho, y en el siglo siguiente sería revocado, con nuevas guerras.
Pio Moa