domingo, 30 de octubre de 2011

El joven suicida



Una penumbra débil, acariciadora como un soplo místico, parecía diluida espacialmente por el café. Era en las últimas horas de la tarde; un tiempo que media entre la postrer disputa de la claridad, la negrura y la victoria triste e inexorable de la última. Yo gusto del café a esas horas, cuando mi imaginación hace dibujos en la atmósfera, cuando rememoro las facetas de mi orgullo, cuando me vacío de cierto ambiente nuboso, cuando todo yo vibro, dúctil y acomodaticio, sobre una suprema aspiración que se realiza, cuando mi vista se pierde en el aire penumbroso y ligero.


***

En la mesa próxima a la mía la peña cotidiana que formaban de seis u ocho artistas y literatos, comentaba, exaltaba y vehemente, el último suceso trágico que había puesto en las almas de todos un signo interrogante, un desconcierto difuso, una visión más clara de la oscuridad que nos circunda, un pesimismo más en las mañanas del cerebro inservible e inútil…

Primero fue la exposición descarnada y concisa «un joven de veinte años se había suicidado la madrugada última». Nadie le concedió importancia, es un suceso que pasa todos los días; Pero después vinieron las circunstancias del suicidio, y aquellos comentadores, sin duda de espíritus selectos y escogidos, ya prestaban atención y se interesaban por la tragedia. Uno de ellos con palabras claras, reposadas y, a veces, algo hueca, expresó todo con bastantes detalles. Yo, desde mi asiento, crujía en ansias, deseaba conocer el juicio que les merecía el caso trágico. El suicida era mi amigo, mi mejor amigo…

— Se trata de un vulgar desequilibrio en sus facultades. —exclamó uno.

— O quizá se deba a lecturas fuertes que influyeran en un espíritu pusilánime o en un carácter de suyo extraviado. —dijo otro.

— Sin duda algún desengaño amoroso, ya se sabe con qué calor toman estas cosas los jóvenes de veinte años. —repuso otro.

A esto replicó un tercero:
— No, era un convencido de la misoginia, jamás trató a una mujer, a lo menos así dice el periódico.

Se oyó con la voz clara, rítmica, con vivo sentimental de un poeta:
— Yo me conmuevo ante estas muertes prematuras, mártires de la encrucijada y la obcecación, sublime incógnita en un mundo resquebrajado, donde bullen millones de cerebros, donde existen innumerables divinas moradas, donde pululan estrellas sin luz…

Le interrumpió uno de la tertulia: «No se proponga ahora usted componer el poema del suicida».

Se encendieron las luces del café; cerré los ojos, me dispuse a marchar. Cuando paré frente a la tertulia dije en alta voz:
— En el siglo pasado nació, vivió y se suicidó un hombre: Larra.

Les volví la espalda en seguida y me dirigí a la puerta; debieron quedarse confusos, turulatos. Ya en la calle miré a través de los ventanales todavía sus ojos estaban fijos, todavía sus lenguas cantaban el silencio…

***

Y me puse a leer la carta que me había dirigido mi amigo el suicida. Se la había encontrado en el bolsillo interior de la americana con una novela de Hugo Fóscolo y de un ejemplar del Westher. Decía así uno de los párrafos:
«Me suicido porque yo creo que debo suicidarme; es una convicción que se ha forjado en mi carácter libre. El mundo me aprisionaba la garganta día por día, hora por hora, minuto por minuto, jugaba con mi vida, le daba puntapiés, ponía vallas en su camino, le escupía en el rostro; yo ponía frente a las incundias de la vida todo mi brioso caudal de ideales que atesoro en lo más interno de mi alma. Bien sabes tú, querido amigo, que era en balde, el mundo me arrollaba, podía más que yo, hacía que no crecieran brotes de mis ideas, me invitaba a grandes voces a la claudicación, a que matara como un cobarde las estiliraciones de mi cerebro en llamas. Yo era un peligro, mi rebeldía era un azote, mi gesto era una amenaza…».

«…yo muero, por lo tanto, sacrificado en el martirologio de los ideales. Dejo en el bolsillo junto con esta carta el Westher y el tomito de Hugo Fóscolo, son como la ironía que dirijo al mundo, a ese mundo imbécil a quien yo odio; Qué ridículos me son esos héroes que se suicidan por amor! ¡Qué grillos deben tener en sus cabezas y que falta de hombría en sus facultades!. Mueren con ademanes quejumbrosos, a lo mejor con el retrato de la fémina entre las manos. Gran acierto el de Amiel cuando escribió: “El hombre que encuentra su vida en la adoración del bello sexo, y que creyera haber vivido bastante haciéndose el sacerdote de una mujer amada no sería más que un semi-hombre despreciado por el mundo y quizá desdeñado justamente por las mujeres». «Hago todas estas disquisiciones para que veas más clara la verdadera significación de mi suicidio…». «…Perdóname tú, el único que llegó a comprenderme y que, por lo mismo, casi tienes derecho a reprocharme este acto, esta sacudida libérrima que conmueve a mi vida, a mi cuerpo, a mi postre aliento…».

Yo, ahora, entre la paz calmosa del bulevar oscuro, quiero pensar un poco en mi pobre amigo, en ese amigo que se acordó de mí en sus últimos instantes, que me dirigió una carta idealista y rebelde, que aún ya dentro de los estertores fríos, tuvo el valor de enviar al mundo una ironía…

Vuelvo a leer su carta, una carta que dice mucho y no dice nada, una carta que es el símbolo del valor o de la cobardía, que siempre estará situada en uno de los dos extremos, sin que ¡ay! Podamos determinar a cual de ellos se corresponde, ¡oh cortedad humana! ¡una de dos!.

Éste es el misterio de la vida y la muerte.

Ramiro Ledesma Ramos