domingo, 29 de enero de 2012

Poemas iluminados en el umbral de la muerte

A los que renacen eternamente de las llamas.



 La cultura nipona es una cultura de la muerte. En el fondo, para el japonés morir es liberarse de la pesada carga del cuerpo terrenal y de los lastres del ego; una iluminación en toda regla: no en vano, al muerto se le suele llamar Buda (“Hotoke”). Gran parte de la culpa es del budismo zen, que, aún siendo una religión practicada sólo por una minoría, ha calado muy hondo en el alma colectiva de Japón. El zen no reconoce ningún Dios fuera del hombre y ayuda a liberar la mente y pulir el espíritu para experimentar la realidad sin dualismos. Utilizando la terminología de Blake, el zen abre las puertas de la percepción y permite al hombre ver las cosas tal cual son: infinitas. De este modo, la mente de un ser iluminado no admite separación entre “yo” y “cosmos”, ni entre “vida” y “muerte”.


Esta forma de ver el mundo de la elite espiritual nipona se ha extendido, de alguna manera y en mayor o menor medida, a toda la población. Y, por eso, una vez pasado el nubarrón negro de angustia (inevitable, cuando caes de la burra y comprendes el carácter efímero de tu existencia) los japoneses se preparan para morir con resignación, con desapego e incluso con cierta alegría. Así, si aún hay tiempo y la muerte no sobreviene a traición, la cabeza se queda bien fría para poner en orden todos los asuntos terrenales antes de partir, empleando sus últimos momentos a cosas como hacer testamento, recitar textos sagrados o… componer unos versos para decir adiós a la existencia terrenal.
Escribir poemas en el umbral de la muerte es una costumbre tradicional japonesa bastante habitual, aún en nuestros días. Este subgénero se llama jisei (“poema de despedida de la vida”) y no tienen nada que ver con los testamentos ni con las “cartas de adiós” a los familiares ni con las declaraciones firmadas a los jueces que dejan los suicidas. Más bien, todo lo contrario: lejos de estar dedicados a otros seres vivos, los jiseis suelen reflejar sentimientos viscerales dotados de una profunda espiritualidad, tratando de condensar en pocas palabras la actitud interior del autor cuando se halla casi con un pie en el otro mundo.



Pese a su serena actitud ante el acecho de Thanatos, la cortesía del japonés le impide abusar de la palabra “muerte” (“shi”), que es considerada demasiado severa para calificar el fallecimiento de una persona. Por eso, como nos recuerda el profesor de budismo y filosofía comparada Yoel Hoffmann en su introducción a la antología “Poemas japoneses a la muerte” (DVD poesía, 2000), “los japoneses prefieren aludir a la forma particular de morir de cada persona: “shinju” es el suicidio del amante, “junshi”, el martirio de un guerrero por su señor; “senshi”, la muerte en la guerra; “roshi”, la muerte a causa de la edad; etc. Estas expresiones relacionan la muerte con el tipo de vida que ha llevado la persona fallecida y con las circunstancias de su defunción”. Son palabras intraducibles que se repiten de forma constante en los poemas a la muerte.

El Período Edo (1603-1868) supone el principio de la modernidad (de la decadencia) japonesa. La relativa e intermitente apertura a la influencia occidental y la actitud más “blanda” del shogunato provocó una radicalización de la clase guerrera (entre otras cosas, se sientan las bases del Bushido, el férreo y suicida código samurai) y también una ola de ultranacionalismo que pedía la conservación de los valores tradicionales nipones… por todos los medios necesarios.


Yoshida Shoin (1830-1859) procedía de una familia de guerreros y su tío lo educó de tal forma que antes de los 10 años ya era maestro en el arte militar. Debido a su nacionalismo radical, que lo llevó a oponerse al shogun, Shoin fue despojado de su condición de samurai y condenado a dedicarse a la enseñanza; pero, lejos de escarmentar, el ex samurai continuó predicando su nacionalismo extremo: entre otras cosas, pedía la reinstauración del emperador y la expulsión de los extranjeros. Harto de palabras, decidió darle voz a su katana, planeando un atentado contra un destacado miembro del gobierno, con tan mala pata que fue descubierto y condenado a muerte. Poco antes de ser ejecutado, escribió un poema dedicado al emperador en el que dejaba bien claro que se llevaría su incombustible nacionalismo hasta la tumba y más allá:

“Aunque mi cuerpo se pudra
bajo la tierra
de Musashi,
mi alma será siempre
japonesa”.

Ocho años después, la monja zen Nomura Boto, también descendiente de samurais y también partidaria del regreso del emperador, escribió un poema de muerte muy parecido:
“Aunque el musgo cubra
mi inútil cadáver,
las semillas del patriotismo
nunca se pudrirán”.

Y ya que hablamos de mujeres, hay que recordar la veneración de las esposas por sus maridos, insólita en el decadente mundo moderno y comparable a la devoción de los vasallos por sus señores o de los nacionalistas por el emperador. En la cultura japonesa, la muerte es una consumación definitiva del amor. Sin embargo, el suicidio amoroso nipón (salvo marciales excepciones como la plasmada en aquel genial relato de Mishima titulado “Patriotismo”) se halla más cerca de la concepción del romanticismo que tenía “amor cortés” (en la línea de Tristán e Iseo) que de la sobrehumana escala de valores samurai. En dos palabras, se trata de un suicidio pasional que se ejecuta para seguir a la persona amada al otro mundo o porque no puede soportarse el dolor de su abandono, entre otros dramas.


De este género es el primer poema a la muerte escrito por una mujer, que se incluye en el libro de folklore nipón “Kojiki”. La autora sería Oto-Tachibana, que da la vida por su amante Takeru-no-Mikoto. Se supone que Takeru está a punto de morir en un incendio provocado por su enemigo, el gobernador de Sagamu, pero logra escapar y se echa a la mar con un grupo de compinches. En pleno océano, un Neptuno muy cabreado provoca una gran tormenta y su amada Oto da su vida para calmar al dios de las olas. El poema de despedida que escribe antes de morir habría hecho las delicias del mismísimo Cirlot:

“¡Ah! ¡Tú [por quien he] preguntado,
entre las llamas
del fuego
que ardía en el pequeño páramo de Sagamu,
donde se alza la cumbre verdadera!”


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