La pregunta por la esencia de la verdad no se preocupa de si la verdad es en cada caso la verdad de la experiencia práctica de la vida o de un cálculo económico, si es la verdad de una reflexión técnica o de la inteligencia política, ni sobre todo si es la verdad de la investigación científica o de una forma artística o incluso la verdad de una meditación pensante o de una fe del culto. La pregunta por la esencia deja todo esto de lado y trata de encontrar una única cosa: qué es lo que caracteriza a toda «verdad» en general como verdad.
Pero acaso con la pregunta por la esencia no nos perdemos en el vacío de una generalidad que deja sin aire a cualquier pensar? ¿Acaso lo extremo de estas preguntas no evidencia la ausencia de suelo firme que caracteriza a toda filosofía? Después de todo, lo primero que debe intentar un pensar bien fundamentado ocupado con lo real es establecer la verdad efectivamente real, que nos proporciona hoy día norma y estabilidad, contra la confusión de la opinión y el cálculo. A la vista de este estado real de necesidad, ¿qué significado tiene la pregunta («abstracta») por la esencia de la verdad que pasa por alto todo lo efectivamente real? ¿La pregunta por la esencia no es la más inesencial y más irrelevante que se puede preguntar en general?
Nadie puede negar la esclarecedora obviedad de estas dudas y reflexiones. Nadie debe despreciar a la ligera su imperiosa gravedad. ¿Pero quién toma voz en esas reflexiones? El «sano» sentido común de los hombres que insiste en exigir una utilidad al alcance de la mano, y pugna celosamente contra el saber sobre la esencia de lo ente, un saber esencial que desde hace largo tiempo se llama «filosofía».
El sentido común del hombre tiene su propia necesidad; afirma su legitimidad con el único arma que está a su alcance, esto es, la invocación a lo «obvio» de sus aspiraciones y reflexiones. Ahora bien, la filosofía no puede rebatir nunca al sentido común porque éste es sordo a su lenguaje. Ni siquiera debe albergar semejante deseo, porque el sentido común es ciego a lo que ella propone como asunto esencial.
Además, nosotros mismos nos quedamos detenidos en lo obvio del sentido común cuando nos creemos seguros en esas multiformes «verdades» de la experiencia de la vida, del actuar, investigar, crear y creer. Nosotros mismos defendemos lo «obvio» contra cualquier pretensión de ponerlo en tela de juicio y cuestionarlo.
Por eso, si de veras debemos preguntar por la verdad, la primera exigencia será responder en qué punto estamos hoy nosotros. Se quiere saber qué ocurre con nosotros actualmente. Se reclama la meta que se le debe plantear al hombre en su historia y para ella. Se quiere la «verdad» real y efectiva. ¡Es decir, la verdad al fin y al cabo!
Pero para reclamar una verdad «real» se tiene que saber ya previamente qué significa verdad en general. ¿O sólo se sabe esto «porque es algo que se siente» y sólo de un modo «general»? Pero ¿acaso este «saber» aproximado y la indiferencia que suscita no es más miserable que el simple y puro desconocimiento de la esencia de la verdad?