miércoles, 18 de agosto de 2010

COMANDANTE CERO



El calor y la humedad de aquel paraje de la selva guatemalteca nos hacía sudar por cada poro de la piel. La tensión se podía cortar. Los pájaros y los monos aulladores callaron y se creo un silencio de los que hacen daño. El guerrillero me tendió la pistola y con un gesto me señaló la cabeza de mi compañero inglés que permanecía de rodillas en el suelo sollozando como una colegiala. -Vamos, cógela, demuestra los huevos que tienes, españolito, pégale un tiro a tu amigo.- me dijo mientras sonreía y me mostraba una dentadura que parecía un pueblo bombardeado, con todos los dientes en rompan filas. Cogí la pistola y la apoyé contra la nuca del inglés, al fin y al cabo aquel tipo nunca me había caído muy bien. Un segundo antes de disparar recordé a alguien a quien conocí hace muchos años. El sargento Legionario Giráldez.

El sargento Giráldez se desayunaba un Ducados y un sol y sombra, siempre decía que el anís a palo seco era matador y que había que rebajarlo con un poquito de coñac.
La primera vez que le vi sentí miedo, claro que aquella primera vez yo era tan sólo un recluta recién llegado y todo aquello era nuevo para mí, plantado delante de nosotros su figura recia acojonaba. Era un tipo con poco pelo y su perilla ya anunciaba bastantes canas, las piernas entreabiertas con los pies como clavados en el suelo, la borla roja de su chapiri balanceándose lentamente, un cuerpo todo fibra, daba la sensación de que si le dieran un hachazo saldrían virutas en lugar de sangre. Aquel primer día nos repasó uno a uno con su mirada, parecía que al mirarnos a cada uno de nosotros era capaz de adivinar hasta nuestros más profundos temores. Mi mirada se cruzó con la suya apenas unos segundos pero se detuvo un poco más de lo habitual en mi compañero de la izquierda, -¿Cómo te llamas?- le dijo acercándose mucho a su cara, -Antonio José Huete, mi sargento. - ...
A Antonio José le conocí en el barco que nos llevó hasta allí, estuvimos charlando casi todo el viaje, tenía la nariz de boxeador y un tabique desviado que le hacía permanecer con la boca abierta en todo momento, no era mal tío pero tenía pinta de ir por la vida sin prestar demasiada atención a lo que ocurría a su alrededor.
... Giráldez se acercó un poco más a su cara, -Huete, cierra la boca.- y Huete la cerró como si tuviera un resorte en la mandíbula. Después con toda la parsimonia del mundo, con las manos apoyadas en su ceñidor y moviendo la cabeza de un lado a otro nos dijo: -¡Caballeros! Tengo hostias para todos, y no pienso racanear a la hora de repartirlas!-, ahí empezó el infierno para muchos.
Pasaron los meses y descubrí en él a un tipo duro de verdad, pero había algo en él que lo hacía entrañable, al menos para mí. Casi todo el mundo le odiaba o le temía, o las dos cosas a la vez, pero para mí era distinto y quiero creer que él también me miraba como si fuese su hijo, lo cual no le impedía que a la hora de hacer putadas me incluyera en el mismo saco que a todos.
Le encantaba poner motes a todo el mundo y cómo no Huete se convirtió en Cacahuete, yo mismo, Benitez, en Boniatez, Gutiérrez fue Putierrez, Gómez fue Pómez, De la Oliva fue Aceituno y así con cada uno de los soldados que se le ponía por delante. No nos daba tregua, en poco tiempo hicimos tanto ejercicio físico que me sentía capaz de presentarme a la Olimpiadas y destrozar al mismísimo Carl Lewis. El que peor lo pasaba era Huete, el tabique desviado le impedía respirar correctamente y corría como si fuera un besugo fuera del agua, luego en la formación tardaba mucho en recuperarse. En una de estas la mirada de Giráldez se cruzó con su enorme boca abierta tragando aire como una aspiradora, -¡Cacahuete! ¡Cierra la boca!- Huete cerró la boca pero se ahogaba y dos segundos después ya la tenía abierta otra vez, -¡CAHUETE! ¡Cierra la boca o te meto la polla dentro!- gritó Giráldez mientras se le hinchaban las venas del cuello, Huete la cerró, ...y aguantó.
Desde luego el sargento Giráldez no era hijo de marqueses, con sus frases se podría llenar un libro entero, cada vez que abría la boca los demás callaban, fuesen de la graduación que fuesen. En cierta ocasión hubo una pelea en la compañía, al menos diez soldados se liaron a puñetazos unos con otros, cuando Giráldez entró todos pararon pero uno de ellos cometió el error de enfrentarse al sargento, -Vamos mi sargento, no tenía algo que repartir con todos nosotros.-, la fantasmada animó al resto que empezaron a gritar y golpear con fuerza contra las taquillas, los ojos de Giráldez se convirtieron en hielo y su cara parecía de piedra, plantó los pies con fuerza en el suelo y su voz sonó como jamás la había oído, -Pedazo de mierda, te voy a arrancar un brazo y te voy a dar de hostias con él. - lo dijo con una tranquilidad y convicción que nadie dudó en que lo haría y todos los gallitos se transformaron en gallinas al momento.
Giráldez idolatraba a Edén Pastora, el Comandante Cero, aquel que fue líder de la guerrilla nicaragüense, y no por una cuestión de política, a Giráldez eso le daba igual, por encima de todo admiraba al soldado. Muchas tardes las pasaba contándonos la vida y milagros de tan ilustre guerrillero, un superviviente nato. Con todo detalle nos relató como se salvó de unos cuantos atentados, -Al parecer en uno de ellos derribaron el helicóptero en el que viajaba- nos contaba Giráldez, -y éste se precipitó sobre la selva, le dieron por muerto pero diez días después apareció con vida, fue el único superviviente, durante esos días sólo comió raíces y gorriones... - en ese momento Huete levantó la mano -Serían tucanes mi sargento. - se atrevió a decir, -Tucanes o gorriones me toca los cojones,- le contestó y dirigiéndose a mí dijo -a ver Boniatez, ¿qué comía el Comandante?- y yo sin muchas ganas de llevar la contraria contesté -Gorriones, mi sargento, ...gorriones.-
Cuando estábamos de maniobras la dureza era extrema, no había tregua. En una de ellas el sargento Giráldez tomó a cinco de nosotros como prisioneros, nos hizo arrodillar formando un circulo y juntando las cabezas en el centro, entonces se bajó la bragueta y nos meó mientras decía -Esta es la humillación del Samurai a su enemigo.- pero en ese momento, no se porqué, a mi me entró la risa, al principio por lo bajo pero cuando los otros cuatro se contagiaron entonces reímos todos abiertamente, Giráldez no salía de su asombro -A vosotros os mea un tío y os descojonáis de risa, la próxima vez juro que os cago en la cabeza.- pero... no hubo próxima vez.
Una noche estando de imaginaria pasé por delante de la taquilla del sargento y la vi entreabierta, la curiosidad era más fuerte que la prudencia y me acerque a mirar. En la parte interior de la puerta tenía pegado el póster de una fulana con unas tetas descomunales y la foto de un tipo con barba, gorrilla verde y ametralladora en ristre, en estas estaba cuando sentí tras de mí unos pasos, me giré lentamente y allí estaba él, con la mirada perdida y los ojos vidriosos, apestaba a coñac. Se acercó a mí y señalando con el dedo la foto del barbudo me dijo -El Comandante hijo mío, el Comandante, si yo tuviera huevos estaría ahora en la selva de centro América.- me miró pensativo un momento, se dio la vuelta y desapareció.
Desapareció para siempre. Desde aquella noche nadie le volvió a ver. En el cuartel no se habló de otra cosa durante meses y a mí me interrogaron durante horas. Fui el último en hablar con él.

Pasaron los años y yo acabé trabajando en una compañía petrolífera que me tenía la mayor parte del tiempo recorriendo desiertos de Oriente Medio. En la mayoría de ellos me acompañaba el representante inglés de la compañía, John Cossta, un tipo repugnante que se pasaba los ratos libres buscando por los burdeles de El Cairo a niñas menores de catorce años, un ser despreciable.
El panorama político-religioso de los países árabes se iba complicando, así que se empezaron a buscar alternativas al otro lado del Atlántico y allí que me mandaron con mi ya habitual compañero. Mi primer destino fue Guatemala.
Aquel viaje no empezó bien, los primeros días los pasamos en la ciudad de Antigua, a los pies del Volcán del Agua, el inglés salía cada noche y a la mañana siguiente me tocaba esperar a que el fulano se recompusiese de la tajada. Una de aquellas mañanas llevaba más de una hora esperándole en la recepción del hotel cuando decidí ir a su habitación a buscarle. Llamé con fuerza a la puerta y cuando abrieron me encontré frente a mi a una chiquilla que no tendría más de doce años, sus ojos reflejaban miedo y todavía estaban enrojecidos por las lágrimas, apenas estaba vestida y en sus muslos pude ver manchas de sangre seca, intente decir algo pero ella corrió por el pasillo y desapareció, dudé entre seguirla o entrar en la habitación, pero mi rabia era tan grande que entré y me encontré a Cossta en la cama, durmiendo plácidamente entre las sabanas revueltas. Me acerqué despacio y apoyé la suela de mi bota contra sus costillas y fui presionando cada vez más hasta que le faltó el aire y despertó bruscamente, -Ah, eres tu, ¿has visto a la puta?- , me dijo entre toses y babas, -No, tu madre ya se había marchado cuando he llegado.-, le dije mientras me giraba y salía de la habitación. Nos trasladamos en coche hasta la ciudad de Guatemala y allí tomamos un pequeño avión lleno de turistas yankees. John Cossta se encontraba en su salsa, disfrutaba con todo aquello, de vez en cuando, entre el bullicio, eructaba ruidosamente y reía pensando que aquello era algo gracioso. Yo le miraba y pensaba cómo podría quitarme de encima a aquel hijo de puta, lejos de mi estaba imaginar que el destino me daría la oportunidad de aplicar justicia sólo unas hora más tarde.
Mientras el avión se aproximaba a la pista de aterrizaje del aeródromo de Flores, en plena selva, pude distinguir desde arriba cómo un grupo de hombres armados tomaban posiciones junto al edificio principal. Una vez en tierra, cuando se detuvo el avión, subieron varios guerrilleros y empezaron a bajarnos a todos entre patadas y culatazos en las costillas. Cossta alzó su voz entre los gritos de miedo y gritó -Soy ciudadano inglés.- a lo que le respondieron con un puñetazo en la boca que le hizo perder varios dientes al instante. Minutos más tarde viajábamos en un camión en dirección desconocida. En menudo jardín me había metido, allí estaba rodeado de turistas lloriqueantes y un inglés que se llenaba la boca con pañuelos de papel para intentar parar la hemorragia. Aquella noche la pasamos en un campamento improvisado en medio de la selva, y a la mañana siguiente, muy temprano, el grueso del grupo guerrillero se marchó y nos dejo con tres tipos mal encarados que se encargaban de nuestra custodia. Se pasaron el día bebiendo y a media tarde les entró ganas de juerga y la emprendieron a golpes con una de las gordas que venía en el paquete turístico, me levanté y aparté a un lado al inglés que seguía con la boca llena de papel y me dirigí al guerrillero -Deja en paz a la gorda, seguro que viva vale un montón de dólares más que muerta.- el tipo me miró como si no se lo creyese -Bueno, bueno, ya salió uno con la boca grande- y rodeándome cogió a Cossta, que permanecía sentado a mi lado, lo arrodillo de una patada delante de mí y sacó una pistola de su cartuchera.
El calor y la humedad de aquel paraje de la selva guatemalteca nos hacía sudar por cada poro de nuestra piel, la tensión se podía cortar, los pájaros y los monos aulladores callaron y se creo un silencio de los que hacen daño. El guerrillero me tendió la pistola y con un gesto me señaló la cabeza de mi compañero inglés que permanecía de rodillas en el suelo sollozando como una colegiala. -Vamos, cógela, demuestra los huevos que tienes, españolito, pégale un tiro a tu amigo.- me dijo mientras sonreía y me mostraba una dentadura que parecía un pueblo bombardeado, con todos los dientes en rompan filas. Cogí la pistola y la apoyé contra la nuca del inglés, al fin y al cabo aquel tipo nunca me había caído muy bien. Durante un momento miré directamente a los ojos del guerrillero, a mi mente acudió la última estrofa de una canción que hacía años que vivía en la trastienda de mi cabeza y comencé a cantarla con voz baja, casi inaudible "Por ir a tu lado a verte, mi más leal compañera…", cogí aire y con el primer disparo desparramé los sesos del británico mezclando hojas, barro y materia gris en el suelo, sin pensarlo, y haciendo gala de una especial dote para el tiro instintivo levante el arma y le metí una bala entre las cejas al guerrillero borrándole la sonrisa de la cara para siempre. El otro soldado dudó mientras me apuntaba con su Colt Commando, no creía lo que estaba viendo y un segundo después estaba en el infierno haciéndole compañía a los otros dos infelices. El grupo de turistas gritaba horrorizado a mis espaldas, me acerqué a los guerrilleros muertos y les vacié los bolsillos, sus carteras cambiaron de dueño y las guardé en mi chaleco, cosa que no aprobaron algunos de aquellos gringos criados en familias bien, pero todavía no habían visto nada. De pie junto a los cuerpos me bajé la bragueta y meé sobre lo que le quedaba de cabeza a aquellos insensatos, la humillación del Samurai, pensé. Cuando terminé me di la vuelta hacia el grupo y levantado los brazos dije, -Señores, ahora nos toca andar.-
Y así fue, después de dos días andando llegamos a Flores, muy cerca de las ruinas de Tikal. A partir de ahí todo fue muy sencillo, un par de días de trámites con las embajadas y cuando nos quisimos dar cuenta estabamos metidos en un avión cada uno con destino a su país de origen.
Acomodado en mi asiento me preparé para afrontar lo mejor posible doce horas de vuelo, la azafata me sirvió un zumo de naranja y entonces recordé las carteras de los guerrilleros, busqué en mi chaleco y allí seguían. Abrí la primera pero no encontré más que unos cuantos quetzales, fue al mirar la segunda cuando me quedé petrificado, allí había una foto de tres tipos, el de la izquierda era, sin duda, el indio dueño de la cartera al que di pasaporte y junto a él un hombre con barba, gorrilla verde y ametralladora en ristre que abrazaba a otro con poco pelo y perilla canosa. Un soldado muerto, un comandante al que llamaban Cero y un sargento... Giráldez.